viernes, 13 de febrero de 2009

Mi lugar en el mundo

Suena a presunción, pero no hay nada de eso en el discurso de la frase. Hace muchas horas que la escuché y ciertamente, me impactó, me dejó, como a menudo decimos, pensando. Y en mi cabeza buscaba momentos, recuerdos, historias de hoy y de ayer, materia prima de la cual pudiera sacar la respuesta que sustentara el ejercicio de mi inquisición. Intentaba dar ágilmente con algún indicio hasta que, de pronto, recordé…

Era el mes undécimo del año. El otoño ya había encontrado sitio en los árboles que mudan sus hojas, en el sol que brilla suavemente pegado al imponente techo azul, y en la brisa fresca, y en la gente, y en los días con sus tardes cortas y sus largas noches. Yo, estaba absorto en mis pensamientos como a menudo me suele pasar. Estaba viviendo nuevas experiencias y otras habían quedado atrás. Reflexionaba. Buscaba un destino definitivo, algo que me gritara ¡quédate! o alguien que dijera ¡aquí es! Pensaba, por esa manía humana de creer que no estamos haciendo lo que debemos. Entonces comencé a mecerme: Era un mueble cómodo de tiras rojas y blancas en el que solía muchas veces reposar la espalda, extender los brazos y alzar las piernas. El padre de las horas había marcado las 3:00  de tarde.

Hacía poco tiempo que había llegado del asfaltado alboroto de fuera y francamente mi mundo interior tenía más ruido. Un ruido con sabor a pregunta, de esas que no son hijas de la dispersión. Un ruido que me habitó el alma en un ecosistema distinto: fue en un gran pabellón, habían jóvenes por todas partes, y por la risa espontánea, los abrazos estrechos, la plática alegre y la alegría de quien se siente acogido por el otro, podría decir que eran amigos. La mayoría llevaba puesto algo que no había visto jamás. Fue, entonces, cuando escuché a alguien llamarle “hábito”. Y de esos habían unos cuantos: marrones, grises, blancos y cremas. Todo sucedía muy animado hasta llegado el momento en que las palabras, sistemáticamente expresadas, cobrarían protagonismo.

Encontré un sitio a la izquierda, frente a la tarima que servía de suelo para los expositores. No recuerdo cuánto tardaron y sólo hablaron dos personas. No recuerdo lo que dijeron, pero hasta hoy puedo recordar lo que sentí, lo que  provocó en mi interior aquella cantidad de palabras unidas al son de una idea: la vocación. Y su apellido: a la vida religiosa. Allí, por vez primera, por esa manía humana de pensar que no estamos haciendo lo que debemos, supe que algo nuevo estaba naciendo en mí, que algo inusual había despertado en mi aposento a esperar, no que mi cuerpo se acostara con la noche, sino que mis párpados se abrieran a la inmensa claridad. Entonces, la vi, era más bien pequeña, apenas se podía ver, tenía el rostro cubierto de dudas. Sin saludar estreché sus manos, ella posó sobre mí la mirada y llenó el silencio de preguntas. Desde entonces me ha acompañado, ha estado dentro de mí, sosteniendo de sol a sol mis esperanzas en medio del asfaltado alboroto de fuera. Alguna vez le pregunté quién era y sólo se limitó a decir: no tengo que ver con el gran pabellón, ni los hábitos de varios colores, ni con el sitio a la izquierda de la tarima, ni tampoco con los dos expositores. Tengo que ver con la risa espontánea y los abrazos estrechos, la plática alegre y la alegría de quien se siente acogido por el Otro. Entonces descubres que lo has descubierto, que buscabas lo que has encontrado y te vuelves amigo de la vida porque haz hallado el modo de ser, tu lugar en el mundo. Después de todo, nadie me dijo ¡aquí es! Pero algo me ha gritado ¡quédate! Desde entonces, he disfrutado mucho más el otoño, y de vez en cuando recuerdo saber que todo empezó por la manía humana de creer que no estamos haciendo lo que debemos.

Fray Ramón A. Nuñez Holguín OP. 

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